EN EL UMBRAL DEL ALMA: LOS POETAS INTERIORISTAS
(A PROPÓSITO DEL LIBRO POETAS INTERIORISTAS ESPAÑOLES)
La antología Poetas interioristas españoles invita a un viaje hacia la hondura del ser,
allí donde la palabra se vuelve espejo del alma y vía mística de conocimiento interior. La
poesía aquí es plegaria, asombro y confesión del límite. Al leerlos en conjunto, se
descubre que todos trazan una geografía interior donde el hombre se sabe barro, llama,
mar y tránsito.
Más que un conjunto de voces, este libro es una constelación de almas. Cada poeta se
ofrece como un fragmento del absoluto y en todos ellos late una misma certeza: la poesía,
cuando nace de la interioridad, ilumina el mundo.
El Interiorismo, en su esencia, es un acto de revelación que busca la raíz del alma. Así,
Isabel Díez Serrano abre este recorrido en “Ruido de otoño”, donde la estación se
convierte en metáfora del tiempo que pasa y del alma que aprende a caer como hoja
madura hacia la conciencia de su finitud. La naturaleza respira, envejece y se renueva,
enseñándonos que somos parte del acontecimiento universal. Frente al otoño, la memoria
del verano pasado resplandece:
Felices días eternos de verano
que siempre vivirán en la memoria
Una segunda creación de Díez Serrano es “Al Cristo de la Vera Cruz”, aquí la voz
poética funde mística y humanidad al contemplar al Redentor y a María de las Tristezas
como símbolo de condensación del dolor universal. Alcanza el clímax en el verso:
“bebamos esa sangre tan gloriosa”, donde la metáfora eucarística transforma el
sufrimiento en belleza sagrada. Este poema es un acto de contemplación estética de la fe,
pues el dolor sagrado, la plegaria y la palabra se funden en un solo acto de redención.
Esa misma nota melancólica y trascendente vibra en “Bosquejo del ausente”, de
Emilio Rodríguez, donde la palabra reconstruye la figura de quien ya no está, pero cuya
ausencia se vuelve presencia espiritual. Rodríguez dibuja al ausente desde la permanencia
de lo invisible, el alma que habita en el eco de lo perdido.
Bosquejo del ausente” es un poema de evocación, sueño y pérdida, donde el autor
convierte la ausencia en materia poética. Emilio Rodríguez se revela aquí como un artista
capaz de transformar la nostalgia en arquitectura verbal. La escritura funciona como ritual
de regreso, un bosquejo de lo que se fue, trazado con los pigmentos del inconsciente y del
recuerdo. Logra transformar la ausencia en presencia espiritual cuando escribe:
Cuando era primavera en todos los cuadernos
y ensayaba horizontes un galope de lunas
El poema convierte lo perdido en sustancia de eternidad, demostrando que recordar es
un acto de creación.
Teodoro Rubio Martín, con “Oración de un moribundo”, conduce al umbral de la
eternidad. El yo poético se entrega en súplica final, consciente de su pequeñez ante la
grandeza divina. La voz poética asume su condición efímera con lucidez y sin
dramatismo: no hay desesperación, sino entrega confiada a las manos divinas.
Yo te llamo, Señor y me respondes
con rotundo silencio, y hasta a veces
el silencio es callado y se desgarra
la ilusión de sanarme
Esta composición es una aceptación serena del tránsito y una profunda metáfora de la
fe. En “La trama de la vida”, de Gonzalo Melgar De Corral, el símbolo del tejido
representa el curso vital que se va deshilando, mientras las manos de Dios rematan el
tapiz del destino. El verso inicial, “Se me acaba la trama de la vida”, introduce un tono
de conciencia del fin, de aceptación serena ante la inminencia de la muerte.
“La trama de la vida” puede leerse como una reconciliación entre el ser y el destino.
Frente a la idea trágica del fin, el poeta ofrece una visión de la muerte como parte del
trabajo paciente de Dios. El símbolo del tejido evoca el curso vital:
Tú lo vas rematando
y con tus manos que pasaban el hilo por la urdimbre,
lo doblarás en dos mitades pronto
La vida se deshilacha mientras Dios concluye con paciencia y ternura. La muerte se
transforma en acto de amor que remata la obra imperfecta de cada existencia.
Juan Domínguez Prieto, en “De Dios rítmico”, convierte el universo en música y a la
divinidad en cadencia:
Mi pequeñez se llama esperanza de Gloria
-así, me aman en el dolor-,
la puerta abre
huesped de Gabriel diáfano
nada diáfana clara huesped de Gabriel.
El poema revela una espiritualidad íntima y paradójica, donde la “pequeñez” se
transforma en un nombre luminoso: “esperanza Gloria”. En ese acto de
autodenominación, el yo poético asume su vulnerabilidad como fuente de redención y
amor, pues es en el dolor donde se siente amado. “la imagen de la “puerta que abre”
sugiere un tránsito hacia lo divino, una invitación al encuentro con lo sagrado
representado por el “huesped Gabriel”, figura que alude al arcángel mensajero. El poema
se mueve entre la fragilidad humana y la trascendencia mística.
José Félix Olalla se adentra en el misterio del silencio en “Al escuchar tu voz tras una
larga pausa” y “Noche en la almazara del Getsemaní”. En el primero, la voz divina
irrumpe tras un tiempo de espera interior, revelando que el silencio es una forma de
presencia. La voz poética scribe:
Al escuchar tu voz, tras una larga pausa,
yo atravesé la línea de los fuegos
y me quedé sereno
con la pinta segura de lances de párvulos.
El poema encierra la fuerza contenida de un renacimiento interior. La voz que irrumpe
tras una “larga pausa” actúa como un llamado que rompe el silencio y provoca un salto
hacia lo desconocido. Tras cruzar ese umbral ardiente, el yo poético emerge sereno, como
si hubiera hallado en el fuego la purificación. Olalla introduce una paradoja
conmovedora: la inocencia se vuelve coraje. En esa serenidad infantil, limpia de cálculo
y de miedo, se cifra la victoria espiritual del hablante, que ha sobrevivido al incendio del
alma con la luz intacta.
En la segunda creación el poeta revive la agonía de Cristo en el huerto, donde el dolor
y la obediencia se funden en la más pura oración, a pesar de que el alma cruzaba el umbral
del dolor, habitando los territorios del sufrimiento y la espera. Esa voz amada , quizá
divina, quizá humana, irrumpe tras un largo silencio, y el yo lírico experimenta la
resurrección de la esperanza. El poema vibra entre lo humano y lo celestial.
José Félix Olalla recrea el Getsemaní interior de todo ser que sufre. El poeta hace del
dolor un sacramento, y del verso, un acto de redención.
José Luis Martínez nos ofrece un tríptico espiritual de honda resonancia simbólica:
“San Juan de La Cruz”
“San Francisco de Asís”
“Dios alfarero”
En el primero, exalta la luz interior del místico castellano, que halla en la “nada” la
plenitud del ser. El poema se erige como una elegía espiritual dedicada a la figura mística
de San Juan de la Cruz, símbolo de la unión del alma con Dios a través del desapego y la
luz interior. El agua que mana, la “fuente” de la que hablaba el santo, es aquí símbolo
del conocimiento sagrado, de la inspiración divina que, una vez bebida, transforma la
palabra humana en canto del Espíritu.
En el segundo, “San Francisco de Asís”, rinde homenaje al santo de la fraternidad
universal. En este segundo trabajo, el poeta rinde homenaje al paradigma de la humildad,
la pobreza y el amor universal hacia la creación. El poema celebra la fraternidad cósmica
que Francisco predicaba: la comunión entre el hombre y la naturaleza, entre el espíritu y
la materia. La figura del santo aparece idealizada como “himno de amor a la Naturaleza”
y “verde metáfora del Dios-Belleza”. Así, el poema se convierte en una oración ecológica,
donde lo espiritual y lo natural se funden en un mismo cántico de vida. Así la comunión
con la naturaleza se hace oración:
Todo era para ti filial, fraterno
y era hermana la luna, el sol, la estrella
y hasta el lobo feroz era algo tierno
Y en “Dios alfarero”, el símbolo alcanza su máxima belleza, el Creador modela al
hombre con sus manos divinas, recordándonos que somos barro animado por el soplo
eterno:
Que soy obra maestrasalida de tus manos,pues, me hiciste a tu imagen,como a hijo engendrado
El mar se convierte en símbolo de infinitud y pureza en “Mar Mediterráneo”, de María
del Carmen Soler. Su poesía nos sumerge en las aguas del origen, donde la vastedad azul
refleja el misterio del alma. El poema se erige como un diálogo entre la materia y el
espíritu. El mar, símbolo por excelencia de la inmensidad y del misterio, es aquí el espejo
en el que la voz poética busca reconocerse desde la hondura existencial y trascendente.
El mar que describe Soler es un espacio interior, un territorio del alma donde confluyen
la calma y la tempestad, la vida y la muerte, la memoria y el olvido. El Mediterráneo;
antiguo, cargado de historia y de silencios, encarna la sabiduría de los siglos, el flujo
incesante de la existencia humana, el vaivén del tiempo que desgasta y renueva.
En la voz de la poeta, el mar se convierte en un interlocutor divino, casi una epifanía
de la presencia de Dios en la naturaleza. En sus versos se percibe una oración contenida,
una plegaria que se eleva desde el asombro y la pequeñez humana hacia lo eterno.
María del Carmen Soler logra unir en su poema lo místico y lo estético, transformando
el paisaje natural en un espacio sagrado. Su mar enseña, limpia, reconcilia y devuelve al
alma su equilibrio primigenio.
Leer los poemas de Pedro Zacarías Sánche Téllez es sumergirse en una delicada
melancolía existencial:
Mi corazón, como pequeño reloj, camina triste.
Considera, ante el día, la altura de sus letras.
Busca, incansablemente, en la región secreta, el aliento y la fuerza.
El corazón, reducido a un “pequeño reloj”, simboliza el paso incesante del tiempo y la
fragilidad de la vida interior. Ese mecanismo que “camina triste” marca silencios y
nostalgias. El yo poético parece medir su propia existencia a través del lenguaje, como si
escribir fuera una forma de buscar sentido en medio de la fugacidad. La imagen final
revela un anhelo de trascendencia, ese impulso vital que continúa latiendo en lo oculto,
donde la esperanza y la palabra aún respiran.
“Como no supe en vida” es la forma en que José Nicas Montoto eleva un canto de
amor y arrepentimiento; su voz es la de quien reconoce demasiado tarde la trascendencia
de los afectos. El hablante poeta eleva una meditación acerca de la conciencia tardía,
sobre esas revelaciones que solo llegan cuando el alma ha cruzado los umbrales del
tiempo. El poema es una voz que se reprocha no haber amado, sentido o comprendido
con suficiente hondura mientras la vida aún latía en su plenitud. En sus versos eleva la
conciencia tardía del afecto y la experiencia:
Si guarda aún mi hueco nuestra cama,
lo ocuparé contigo; pero, si no estás sola,
no lloraré de celos, ni nada parecido...
Montoto convierte el remordimiento en sabiduría y el dolor en lucidez espiritual.
Desde una mirada trascendida, reconoce que solo después de la pérdida se revelan las
dimensiones más puras del amor y de la existencia.
El poema es, en esencia, una oración retrospectiva, una búsqueda de sentido ante lo
irreversible, una invitación a despertar mientras aún se está vivo. Montoto logra que el
lector sienta el eco de lo no vivido y, al mismo tiempo, la belleza de la comprensión que
llega tarde, pero ilumina.
Fausto Leonardo Henríquez enlaza lo físico y lo espiritual en “El mar me llama”, una
metáfora del destino y la eternidad que grita una llamada de regreso a lo esencial.
Transforma el rumor del mar en una voz interior que convoca al alma hacia su origen. El
poema es una invitación al regreso a la esencia, a la inmensidad de lo que trasciende la
forma y el tiempo. La voz poética percibe esa llamada como un impulso espiritual, una
atracción hacia la pureza y la calma.
Henríquez logra que el mar sea metáfora del destino último del espíritu, la unión con
lo absoluto, el descanso en lo eterno. Su tono es contemplativo y sereno, y su lenguaje,
de una transparencia que recuerda la fluidez del agua. Así, el poema se erige como una
mística del retorno, donde el alma responde al llamado primordial de la vida.
Fausto Leonardo Henríquez, en “El mar me llama”, convierte el rumor de las olas en
voz interior:
El mar me convoca a su intimidad,
acaso porque un día emergiera
de su sedimento
El mar simboliza eternidad y presencia divina, convocando al alma hacia su origen y
disolviendo el yo en lo infinito.
José Romera cierra este recorrido con “Jaulas de Caín”, texto de resonancia moral y
simbólica, donde la humanidad se enfrenta a su propio encierro. Las jaulas son metáfora
del egoísmo, del miedo, del pecado original que persiste, pero también de la esperanza de
liberación que toda conciencia alberga.
En “Jaulas de Caín”, José Romera nos enfrenta al cautiverio moral del ser humano,
esa prisión interior donde la culpa, el egoísmo y la violencia habitan como sombras
heredadas. El poema evoca la figura bíblica de Caín como símbolo del hombre moderno,
atrapado en sus propias rejas de miedo, ambición y deshumanización.
Romera escribe desde una conciencia desgarrada que denuncia y, al mismo tiempo
compadece. En sus versos resuena la pregunta por la redención: ¿podrá el hombre
liberarse de su culpa ancestral?:
Hombre llamado Caín
a revelar por un perdido
y oscuro eco de Dios:
La sangre de tu hermano
me está gritando desde la Tierra
Romera nos enfrenta a nuestra humanidad atrapada y nos recuerda que la conciencia
puede abrir la puerta a la redención.
Poetas interioristas españoles es un diálogo con lo invisible. Cada poema confirma
que la poesía sigue siendo el refugio donde el alma conversa con Dios, con la memoria y
con su propio misterio.
Frente al ruido del mundo, estas voces nos recuerdan que existe un silencio fecundo,
una palabra que revela, ilumina y transforma. Porque, al final, la auténtica poesía se
escribe con espíritu y nos guía suavemente al umbral del alma, donde lo humano y lo
eterno se encuentran, y donde escuchar es comprender la melodía secreta de la existencia.
Nota: Kenia Mata Vega, En el umbral del alma: Los poetas interioristas. Publicado en el Boletín digital no. 233 del Ateneo Insular, Rep. Dominicana, noviembre de 2025, pp. 30-35.