24 noviembre 2020

MORIR TODAVÍA, Giovanni Rodríguez

Por FaustoLh


1. Introducción

Morir Todavía (MT) es la primera obra poética de Giovanni Rodríguez publicada en Letra Negra, Guatemala, 2005. La obra está dividida en tres partes (Antes, Durante y Después) las cuales responden a una única unidad temática.

Desbrozaremos MT para ahondar en sus versos y en la trama que nos presenta su autor, no vista en la joven poesía hondureña de los últimos diez años o, al menos, de inicio de siglo veintiuno. Y me atrevería a decir que su voz brilla con singular fuerza. Esta afirmación se fundamenta en el hecho de que MT aborda un tema lineal.

El enfoque es una vertiente heredada de la estética interiorista porque aborda una veta de lo trascendente: la muerte. Esto lo vamos ver con ejemplos palpables. Con ello, aclaro, no introduzco la afirmación de que el autor sea interiorista en el presente, pero MT apunta a serlo. Si esto es verdad, como vamos a demostrar más abajo, tenemos transustanciada en Honduras, con frescura, la Poética Interior.

2. La angustia[1] y el tiempo: dos lados de una misma moneda

En la primera parte de MT hay dos palabras que fluctúan con intensidad: la angustia y el tiempo. La primera es de carácter metafísico y la segunda de carácter inmanente. La angustia nace de lo hondo del alma al verse impelida por la muerte. La angustia es metafísica y toca las fibras más profundas del ser del poeta, quien trata de traducir su combate interior por medio de imágenes cautivadoras. La angustia se agudiza ante la muerte, que aboca, a su vez, a la nada. La pregunta fundamental que nos sale al paso sería: ¿existo para la muerte? O, ¿cómo puedo trascender la muerte? De otra manera, ¿cómo puedo superar la angustia ante la muerte, ante la nada? MT trata de responder a esas preguntas desde la poesía, es decir, de la palabra hecha imagen. La existencia angustiada sólo puede sobrepasar su estado situándose en la cumbre de la trascendencia, o sea, en la metà tà físiká. Lo podemos ver en “Miedo que padece de sí mismo”:

A tientas en lo oscuro,
Insinúo mi rostro en el espejo.
La mirada busca el ojo de su angustia
Y el gesto hace flotar
Su indómito animal de escalofríos.
Asomo una palabra
Y no vuelvo


Pero no sólo en el poema anterior se detecta el problema de la angustia ante la muerte. En “Retorno a la infancia” leemos: «Un viento, / envejecido, / naufraga en mi frente; / se oye, / desde mi piel, / pausado hacia adentro, / el chasquido de la muerte que gotea». Tal vez el ejemplo más agudo de la angustia –que está latente en todo el libro- lo encontramos en “Visión del moribundo”:

«No tardará la angustia en convocar al miedo,
En hacer caer la sombra de mi frente,
Crecerán los gritos:
Palabras agrietadas del alma,
Y aún así
Seguiré respirándome la vida,
Siendo hombre todavía,
Desde la raíz del aire,
Desde la agonía de estar vivo»

El tiempo, por otra parte, es el revés de la angustia. El poeta llega a descubrir la terrible verdad de estar de paso por el mundo. La conciencia de la finitud y la brevedad de nuestra estancia terrenal jalonan el interior del poeta: «La espera llena el alma de minutos, / las palabras, los ecos / deletrean su tiempo” (Visión del moribundo). «Que el tiempo, / ese animal infatigable devorador de hombres, / empiece a devorarme” (Antesala de la muerte).

El aeda se empeña en trascender lo tempóreo para curar la herida que le causa la finitud. Pero el anhelo de trascender el tiempo lo acorrala en el abismo de la muerte y de la nada. Y, al no poder dar el salto al vacío sin, por la consciencia de ser y de estar el mundo como existencia finita, le sale al paso la angustia. A mi juicio, esta es la causa que da lugar a MT, el cual fluye suavemente, deslumbra, provoca y deleita.

3. Simbología interiorista

MT es una obra construida con imágenes y símbolos de la realidad trascendente, única vía para comunicar los estados interiores. El poeta usa imágenes y símbolos para comunicar su estado interior y sus heridas: «De tarde en tarde, / de sangre en sangre, / un hombre empieza / y otro aprieta las venas que dan al corazón / para tocarse el tiempo» (De tarde en tarde). La tarde acuna la noche; la sangre, la vida, el latido. La noche alberga el secreto mundo de la tumba, de la muerte. El corazón, en cambio, tiembla de vida, airoso, en un ritmo de sístole y diástole como tratando de conjurar la muerte.

El paso por el tiempo, la lenta caminata de los días y su inexorable fatiga, surcan los pensamientos del aeda: «Llevo días cansados en mi espalda,… Los llevo intactos, con el último gruido del sol / y la única pestaña de la muerte. // Vivo y viajo solo / con estos días cansados en mi espalda» (Atardeceres sin tregua).

El poeta utiliza los símbolos propios del interiorismo. A saber: sombra, noche, muerte, niebla, espejos, sol, ser, oscuridad, etc., para acercar lo impalpable y suprasensorial al lector: «Tarde, / un latido después, / llego a recoger mi sombra[2]» (Pasos antes de la muerte); «La niebla humedece las esquinas, / asfixia la mirada, / vuelve incierta la vida» (Medianoche).

El uso de la simbología interiorista o de la trascendencia es para, de alguna forma, descubrirnos la realidad (metafísica) que escapa a los sentidos: «Mi huella es tibia, / alguien se ha ido / con mi rostro / a escrutar lo eterno» (ídem). El poeta es testigo de una misteriosa presencia del Ser, la cual queda insinuada en los siguientes versos: «No sé quién viene leyendo mis pausas, / arrebatándome el aire / algo más que un grito; / no sé qué rumbo llevan esas hojas, / esas criaturas dormidas, / ¿acaso las empuja quien me espera» (Aniversario).

La dimensión interiorista de la poesía de MT enaltece la creación de este notable poeta que a ratos ausculta el misterio que se le descubre hasta en las cosas pequeñas de la creación: «Todo existe en las entrañas de sí mismo: / las hojas miran a sus propios huesos, / las flores no conocen / el color exacto de la noche» (Medianoche).

El poema “A una ventana[3]” es memorable. Lo transcribo tal cual para que se pueda apreciar en toda su profundidad.

¿De dónde vienes, Sol,
De qué cielo aún intacto por mis ojos
Sales a explicarme el día?
Yo que aún he de habitar la noche,
Víctima del frío,
Yo que tengo en la boca
Acumulados todos los silencios
No te creo,
Cómo creerte si lo destruyes todo,
Si en un grito de luz
Rompes los besos de los enamorados.
La noche es buena para ser amada,
En ella
Las sombras son más fieles a los cuerpos
Y yo estoy solo,
Hombre y sombra soy lo mismo,
Estoy solo,
No quiero sentir sobre mi rostro
El grito de toro día desvelado

El “pequeño dios” huidobriano es sólo una vana pretensión ante la muerte, que siempre llega: «Pequeño dios: / sobrevives otra noche / y cada verso / es una lágrima / que ha de beber tu muerte postergada» (Comunicación nocturna).

El símbolo más cotizado por el poeta es la noche, sobre todo en la primera parte del poemario. La muerte es negación de la claridad, de la vida. Es noche, tumba, lugar de sombras. En un intento de exorcizar la muerte, de negarla y reafirmarse en la vida el poeta descubre una luz. El contraste, sorpresivamente esperanzador, deviene con la aparición del Sol: «¿De dónde vienes, Sol, / de qué cielo aún intacto por mis ojos / sales a explicarme el día?» Sol que es una figura innombrada, acaso por innombrable, pero reconocida por el poeta.

Testigo de algo que no es tiempo el aeda se aventura a comunicarlo como novedad y como hallazgo, como si tratara de demostrar –de forma inconsciente claro- su compromiso con el arte: «Rescatado de mí, / piedra que sobrenada / el néctar de la eternidad, / deambulo equinoccional, remoto, hacia un mar que desvanece sus olas» (Debajo de todos los olvidos).

4. El miedo a la muerte, horror vacui

Si la primera parte de MT es interesante, más lo es la segunda, porque en ella el poeta se descubre tal cual es, no un dios huidobriano, sino el simple mortal capaz de estremecerse, sufrir y temer la muerte: «padezco el frío de mis huesos»; «tengo miedo y mi rostro ya no grita» (Durante, III, IV). Hay en el libro una fuerte dosis de humanidad y sinceridad. En este sentido, “ser sincero es ser potente” como diría Rubén Darío.

Angustia, miedo, dolor, son palabras goznes, claves de la trama poética de MT, cuyo objeto no es sino el de descubrirnos que se trata, no de un miedo a la muerte natural, corporal, sino de la muerte en el orden suprasensorial o metafísico. De ahí que podamos inferir que MT articula una metafísica de la muerte, cuyo presupuesto básico es la angustia, es decir, el horror vacui de ir a parar a la nada, que es la muerte más vacía y absurda que se pueda pensar.

La secesión de los días, la cadena cotidiana y el costumbrismo mecánico que impone la sociedad de principios del siglo veintiuno, pretende hacer del género humano autómatas. Pero ese mismo aluvión de cosas ha hecho que aparezcan individuos capaces de trascender lo cotidiano, como es el caso de Giovanni Rodríguez, para dar un salto cualitativo hacia el sentido profundo de la existencia: «Busco el principio de la arena, / el sueño donde quedó la vida» (En el camino de los regresos perdidos). No resulta fácil atinar el rumbo porque se nos nubla la senda, sin embargo, el poeta lo intenta a toda costa: «soy el mismo que escribe el laberinto a los caminos» (ídem).

Pese a lo repetitivo de la vida, siempre tiene algo nuevo que nos sorprende. Siempre se puede llegar alto. La vida se hace necesaria, pero también la muerte como: «la muerte es innecesaria para serlo» (Conclusión).

Sólo el orbe sobrenatural, o sea, trascendente y metafísico queda libre de toda afección material. El poeta lo intuye. Salva para sí mismo ese único reino donde moran los ángeles: «Nada hay / en el ala del ángel / que deba transgredir con la palabra» (Autosilencio).

El germen originario de la vida subyace en las venas. Este hallazgo del yo profundo da una vuelta de timón al poemario y lo enrumba hacia la esperanza última del ser: «algo entre la sangre, (entre los afilados impulsos de la sangre, / antiguo galope de latidos… / la más reciente forma de estar vivo» (Hora de las horas que se van). La muerte, sea como noche, grito o espejo, no es más que una “circunstancia” orteguiana que se diluye: «Pero la muerte es sólo una sombra pasajera» (Otra vez la noche). Hay, pues, un germen de la vida en el hombre, pero no cabe duda de que «algo muere despacio / de luces y de sombras» (ídem).

5. Enraizamiento de MT en la tradición universal e hispanoamericana

Cuando Giovanni Rodríguez me entregó el legajo de poemas de MT, tuve una fuerte impresión de estar ante un tipo de poesía con claros ribetes universales. Quiero decir que, sin forzar la comparación, MT es una obra con rasgos universales y, por ende, hispanoamericanos. Lo cual hace aún más importante la obra. Veremos abajo por qué.

La muerte, que sugestiona metafísicamente al poeta, trastoca su yo profundo y lo sitúa ante un panorama donde solamente se mira la muerte. Lo digo con Ovidio: “Adonde quiera que dirijo la mirada, no veo sino la imagen de la muerte, a la que temo en mi vacilación angustiosa y a la vez la invoco en mi temor[4]”. Francisco Quevedo también escribió algo semejante: “Y no hallé cosa en que poner los ojos / donde no viese imagen de mi muerte[5]”. Marco Aurelio dice de la muerte: “La muerte es el descanso de la impronta sensitiva, del impulso instintivo que nos mueve como títeres, de la evolución del pensamiento, del tributo que nos impone la carne[6]”.

El tema de la muerte ha cuestionado a hombre y mujeres de todas las épocas y culturas de todos los tiempos. Es un tema eminentemente universal. Nadie puede quedar inerme ante su venida. El poeta Giovanni Rodríguez nos ofrece su personal visión sobre el tema de la muerte. Así como ha habido poetas que han escrito sobre el amor, el joven poeta –y precisamente en una época en que, por el goce del momento, trata de ocultar el problema de la muerte- Rodríguez ha preferido tocar otra fibra que ataña y afecta a los hombres y mujeres.

Lo hace, no partiendo de cero, sino enraízado en la tradición hispanoamericana. Xavier Villaurrutia con su obra “Nostalgia de la muerte[7]” está de telón de fondo en “Morir Todavía”. Desconozco si el poeta ha leído a Villaurrutia. En cualquier caso, MT empalma prodigiosamente con la obra del célebre poeta mejicano. Comparando las dos obras, salvando el tiempo y las motivaciones, hallo un feliz paralelismo entre ambas. Villaurrutia, por su parte, asocia la noche con la muerte: “La noche vierte sobre nosotros su misterio, / / y algo nos dice que morir es despertar” (Nocturno miedo). La sombra –metasema interiorista- forma parte del léxico de “Morir Todavía” como hemos demotrado arriba, pero también lo es de “Nostalgia de la muerte”: “¿Será mía aquella sombra / sin cuerpo que va pasando?” (Nocturno grito). Los ejemplos podrían multiplicarse si hacemos un estudio comparado más pormenorizado de las dos obras, pero mi cometido no es ese como ya se sabe. De lo que no cabe duda es de que MT aborda la cuestión de la muerte desde una vertiente universal e hispanoamericana, no exenta de hallazgos y similitudes que, me figuro, son inconscientes e involuntarios. Si esto es así, el autor puede estar seguro de que ha empezado su historia literaria con buen pie.

Otro poeta mexicano, no menos importante, José Goroztiza, de la misma época de Villaurrutia, oborda también el tema de la muerte, pero desde otro ángulo, lógicamente. Su obra “Muerte sin fin” es una obra fundamental en la poesía mejicana del siglo veinte. Goroztiza se ve sacudido por el tiempo y la muerte, aspectos estos, como ya hemos visto, presentes en “Morir Todavía”. Aquejado por el tiempo escribe Goroztiza: “Es el tiempo de Dios que aflora un día, / que cae, nada más, madura, ocurre, / para tornar máñana por sorpresa… Es un vaso de tiempo que nos iza en sus azules botareles de aire y nos pone su máscara grandiosa”.

Su visión de la muerte no tiene fin, el poeta mejicano lo dice así de forma insuperable: “Largas cintas de cintas de sorpresas / que en un constante perecer enérgico, / en un morir absorto, / arrasan sin cesar su bella fábrica / hasta que –hijo de su misma muerte, / / gestado en la aridez de su escombros- / siente que su fatiga se fatiga… / muerte sin fin de una obstinada muerte, / sueño de garza anochecido a plomo / que cambia sí de pie, mas no de sueño, / que cambia sí la imagen, / mas no la doncellez de su osadía”

No sé, pero hallo en “Nostalgia de la muerte”, “Muerte sin fin” y “Morir Todavía” una feliz coincidencia, aunque nos parezca forzosa. Llamémosle intertextualidad, inconsciente literario o como querramos. Pero creo que estamos ante un fenómeno de la conciencia poética de cada autor. Unos en su tiempo, Villaurrutia y Goroztiza, y el otro, Rodríguez, en el suyo. Este último, con prematura hondura, empezó a ser universal por cantar lo humano, la muerte.

[1] Cf. Heidegger, M., ¿Qué es la metafísica? Ed. Veinte, Buenos Aires, 1974, págs. 39-56.
[2] Los grandes poetas tienen amagos bellísimos de corte metafísico. Veamos a Borges: “Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte es fatigar las largas soledades / que tejen y destejen el Hades / y ansiar mi sangre y devorar mi muerte” (El laberinto).
[3] Este poema tiene un paralelo en el poema “Esta Ventana” del interiorista dominicano José Acosta. Asimismo hay un ensayo “Metafísica para una ventana” del también dominicano Pedro A. Valdez. El influjo del primero es incuestionable, ya que su obra fue leída y estudiada en la época (1998-1999) en que Giovanni Militaba en “Los Novísimos”.
[4] Publio Ovidio Nasón, Tristes, Libro I, 20-25.
[5] Francisco Quevedo, Heráclito cristiano, Sal. 17. vv. 13-14
[6] Marco Aurelio, Meditaciones, Libro VI, 28
[7] Javier Villaurrutia, Nostalgia de la muerte, Ed. Yocoacán, México, 5ª ed. 2005.

LECTURA POÉTICA - VELADA POÉTICA

14 de julio de 2011. En un ameno y amistoso clima de amigos se celebró una lectura poética en importante librería de Santiago de los Caballeros, Rep. Dominicana. Después de la lectura de poemas se abrió un importante debate sobre la creación poética, ampliando con ello el sentido de la poesía en el mundo actual.

De izq. a dcha.: Rosalina Benjamín, Salvador Gautier, Eduardo Gautreau., Minerva Hernández, Bruno Rosario, Yky Tejada, Bernardo, Noé Zayas, Ramón Antonio Jiménez, Pura Emeterio Rondón, FaustoLh.


Después de la Lectura poética, los escritores interioristas celebraron una Velada poética en la residencia del poeta Pedro José Gris.

Poetas Yky Tejada y Noé Zayas




Salvador Gautier, Rosalina Benjamín y FaustoLh, reciben
reconocimiento del Ateneo Insular


Carmen Pérez, FaustoLh, Pura Emeterio, Salvador Gautier, Rosalina Benjamín

Salvador Gautier, Pura Emeterio, Pedro Gris, FaustoLh









VELADA POÉTICA DEL ATENEO INSULAR

Agosto de 2013. Velada poética en Santiago de los Caballeros, Rep. Dominicana. Entre los asistentes destacan Dr. Bruno Rosario Candelier, Carmen Valerio, Eduardo Gautreau de Windt, Pura Emeterio Rondón, Carmen Comprés, FaustoLH, entre otros jóvenes escritores. Es importante decir que Pedro José Gris, destacado poeta del Interiorismo, y su esposa, fueron los anfitriones de grupo de visitantes. Gris ha sido un poeta de pocos libros, pero de muchas palabras coloquios y veladas. Autor de Las voces (1982), El Libro de los Saltos (2010), Aniversario (2013). Gris, en los últimos lustros, ha concentrado su atención en la plástica, dando origen a una suerte de poesía pictórica, visual, simbólica, arrebatadora.


Al centro, Bruno Rosario Candelier, indiscutible promotor el Interiorismo literario en la República Dominicana. Como maestro y profesor ha sabido agrupar a escritores y escritoras de diferentes generaciones con un único fin: impulsar las letras y la literatura del país. 








23 noviembre 2020

PRESENTACIÓN DEL POEMARIO GEMIDOS DEL CIERVO HERIDO

 Agosto de 2013. La Vega, República Dominicana. Presentación de la obra Gemidos del ciervo herido. Participaron numerosos invitados. Entre ellos, Sérvido Candelaria, Pura Emeterio Rondón y Bruno Rosario Candelier, mesa principal. También estuvieron presentes Yky Tejada, Juan Santos, Carmen Comprés, Miguel Ángel Durán,  Carmen Valerio, Eduardo Gautreau de Windt, entre otras personalidades de la ciudad.






En esta ocasión el Dr. Bruno Rosario Candelier,
Presidente de la Academia Dominicana de la Lengua,
Nombra a FasutoLH como Miembro Correspondiente
de la Academia Dominicana de la Lengua.












PRESENTACIÓN DEL POEMARIO ARCA DE AMASAR DILUVIOS

 14 de julio de 2011. Presentación del poemario Arca de amasar diluvios 2011. El Dr. Bruno Rosario Candelier, Director de la Academia Dominicana de la Lengua dirigió al público las palabras de presentación de la obra poética.








El Dr. Bruno Rosario Candelier hace un reconocimiento
en nombre de la ADL a FaustoLH






ACTIVIDADES CULTURALES SAN PEDRO SULA, HONDURAS, AÑOS 1998-2008

 

Lectura poética, juno a la poeta Claudia Orellana,
 en el Insituto sampedrano Rubén Antúnez Castillo, 1999.

Presentación del poemario La seducción del aire
Centro Cultural Sampedrano, 1999.


Autografíando la Atnología Mayor del Movimiento Interiorista
Centro Cultural Sampedrano, 2007.

Dr. Bruno Rosario Candelier visita a jóvenes escritores
San Pedro Sula, 2000

Dr. Bruno Rosario Candelier entrega pergamino
de reconocimiento a FaustoLH, 2000.

Nueva generación de escritores hondureños. Centro Cultural Sampedrano.  
Presentación de la antología Muestra poética los Novísimos, 2000.

Presentación del poemario La otra latitud, 1999.
Centro Cultrual Sampedrano. Julio Escoto, editor, presentó
la obra. Katy Sosa, Directora del CCS.


18 noviembre 2020

ALTAGRACIA PÉREZ ALMÁNZAR, imaginación y creatividad en prosa y poesía.

About Altagracia Pérez Pytel

Por FaustoLH

Altagracia Pérez falleció en la plenitud de su vida. Hace unos diez años escribí estos apuntes sobre ella. En aquel entonces dije:


Altagracia Pérez Almánzar, es una escritora de la República Dominicana, cuyo auge in crescendo es cada vez más notorio en el ámbito cultural de la isla caribeña. Ella, que transpira ternura y fineza, nos ofrece un trozo de belleza en los poemas que abajo podemos leer.


3 de mayo: Cuando la lluvia aparece.


3 de mayo: Cuando la lluvia aparece,

abro los templos de la vida,

enciendo los cirios, salto los charcos,

ondeo mis coletas al viento.

Repicando en los arados de los campos

Enjugo los surcos de tus sombreros tristes,

Cuando la lluvia aparece,

Yo, toda, me vierto en ti.


En el poema “3 de mayo: cuando la lluvia aparece”, se aprecia un canto jubiloso, de libertad: “Salto los charcos, / ondeo mis coletas al viento”. Resuena en la segunda estrofa la figura de Moreno Jimenes, especialmente en su “Cantos de la tierra”, como si también ella, como el gran poeta dominicano tuviera hecha “una síntesis del mundo”.


Los surcos de los arados contrastan con los surcos de los sombreros, con lo que hay una bella analogía de los elementos trabajados en el poema. La tierra enjuga el agua en el surco y la poeta en los sombreros, con lo que de nuevo nos encontramos con un texto bien logrado. Por un lado, se resalta la libertad, el júbilo, pero al mismo tiempo la tristeza, que queda simbolizada en la lluvia. Hay una sintonía entre lluvia y emoción: “Yo, toda, me vierto en ti”.


En el segundo poema, “Introspección”, Altagracia Pérez Almánzar, nos lleva a estadios todavía más profundos y trascendentes.


INTROSPECCION


Soy la savia reposando sobre el tallo herido

Compuerta desplomada

sobre tardes de furiosos leones.

Sabana diáfana inundando los páramos,

Afilados abismos.

Yo, la hija del padre,

la de la túnica desgarrada,

la descalza en medio de la multitud.

Y, tú, oh Iris desnuda que traspasa este templo

que portas este cáliz

que violentas y quemas todas las lunas,

destello en rosa a la medianoche:

juntas, abordamos esta espera.

Abrazadas, aguardamos ante esta muerte.


Salta a la vista el influjo de la metafísica de la poesía cabraliana, Mieses Burgos y también la vertiente del Interiorismo, que da al poema una fuerza particular. El poema es poderosamente simbólico, pero no deja de revelar tristeza, soledad, desamparo, dolor, orfandad. Baste fijarnos en el subrayado siguiente: “Soy la savia reposando sobre el tallo herido; / Compuerta desplomada […] la de la túnica desgarrada, / la descalza en medio de la multitud”.


Sin duda, este poema marca un talante en el quehacer creador de esta joven barda, cuyo genio e imaginación nos colocan ante un espíritu con aspiración sublime y original.


En el poema “Somos”, la poeta intenta dar una respuesta a la eterna pregunta quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.



“Somos”


Hacia el sol, no somos más que partículas expandidas hacia la nada. Girones de carnes que se entrelazan y se esfuman. Sin rastro se habita el universo.


Hacia la nada, somos formas que buscamos una expresión. Desintegración y quejido, apuesta del ser. Espejismo violento que intentó dibujar la armonía. Un sollozo, yace atrapado, en el cristal de una antigua quimera.//


Estamos en el mundo. La toma de conciencia de esa realidad nos abisma hacia el Ser. Pero esa experiencia, que se muestra en angustia existencial, nos coloca frente a la nada. Entonces sentimos que la vida se nos escapa de las manos, que todo es un espejismo. Sin embargo, algo queda, algún reducto permanece, aunque sea atrapado en un fósil: “Un sollozo, yace atrapado, en el cristal de una antigua quimera”.


Este poema, “Somos”, de Altagracia Pérez Almánzar empalma con la tradición de la gran poesía de William Blake, el cual en su obra Thel habla de la fugacidad o transitoriedad de la vida humana: "¡Oh tú, pequeña Nube!", dijo la virgen, te suplico: dime / por qué nunca te quejas cuando de un soplo te disipas: / y te buscamos sin hallarte". ¡Ah Thel es como tú: / me desvanezco. Y, aunque me quejo, nadie oye mi voz".


Blake mira en la nube un aspecto fundamental de la vida humana: su fugacidad o transitoriedad, la muerte, la desaparición de este mundo. En la obra de Blake la vida no desaparece, alcanza estadios superiores. Por consiguiente hay una visión esperanzada de la vida y de la existencia humana.


En el poema de Altagracia nuestro afán no es sino el de hallar la armonía. Pero ese esfuerzo no se ve recompensado, pues todo se reduce a una “apuesta del ser”, “un espejismo violento”, un “quejido”, un “sollozo” que al fin nadie oye porque está “atrapado, en el cristal de una antigua quimera”.


El poema “Somos”, posee una agudeza, una verdad poética profunda: nuestro ser lucha contra la nada, contra la disolución. Gemimos, sollozamos en la búsqueda de la armonía de nuestro ser con el Ser. Al menos una vez en la vida nos preguntamos por el origen y el destino de nuestra estancia en el mundo. Y creo que eso es, justamente, lo que ha hecho Altagracia Pérez Almánzar. El verso final: “Un sollozo, yace atrapado, en el cristal de una antigua quimera” es, sencillamente, maravilloso. Como el rumor en la “perla muda” de Matos Paoli. Es como ver a una libélula fosilizada durante millones de años en una gota de ámbar.


La Pasión de Mallías González.- Cuento.


En el siguiente texto Altagracia nos ofrece otra faceta de su creación literaria, el cuento. La historia presente recoge el sentir y el pensar de unos seres anónimos, menos para la narradora, claro- de clase humilde que luchan por la supervivencia. También los pobres del campo, la clase social sencilla, los que viven en casuchas con suelo de tierra, poseen sus secretos y sus vivencias, sus historias por contar. El aporte fundamental de esta joven narradora reside precisamente en que cuenta creativamente esas experiencias aliñadas con la imaginación.


La autora, Altagracia Pérez Almánzar, hurga los entresijos de unas figuras humanas que, de alguna forma los dominicanos hemos visto en los barrios de nuestras ciudades o en los campos más remotos y antiguos. La caracterización de Mallías, con su halo de timidez y poquedad, queda bien dibujada. Sus oscuras emociones y pensamientos obscenos, en contraste con los de su hermana Mercedes, lo perseguirán como un fantasma. Este es el hilo conductor de la trama y la secreta armonía del relato que culmina dejando al lector con un sabor agridulce.


El último párrafo es una síntesis tan elocuente que podría ser en sí misma un microcuento. Los jóvenes escritores tienen que mirarse en el espejo de los grandes literatos. De manera siempre sean modelos o referentes de quien busca su aplomo en el oficio, como es el caso de Altagracia Pérez Almánzar. Para ilustrar cito a Monterroso, a fin de que juzguemos la capacidad de síntesis, no del primero, que ya sabemos que es un maestro, sino de nuestra narradora.


"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".(Augusto Monterroso).


"Apretó sus piernas enrojecidas, y unos leves sollozos se escaparon de su garganta, quedando atrapados para siempre en la sábana manchada".


Finalmente, nuestra narradora ha introducido dominicanismos, o sea, voces de la jerga popular y campesina de la región del Cibao; lo que le da al cuento un sabor especial, logrando un acercamiento al decir y sentir de los mismos personajes. También este es otro logro de la narradora de este apasionante cuento. Helo aquí.


La Pasión de Mallías González


La mirada de Mallías González se posaba en su hermana Mercedes; pero, otras veces, permitía que ésta se perdiera en los abundantes espirales de humo que ennegrecían el techo de canas. Sí, sabía que tendría que cambiar esas canas raídas y mohosas por ese hollín que emitía el fogón de tierra. Su hermana parecía encontrar un extraño placer en recordarle, cada tarde, las tareas que ella no podía realizar, ya por su condición de mujer, ya porque en algo tenía él que emplear el tiempo. “¡Ah, esa maidita vaina!”, pensó, mientras chupaba el cigarro negro que arregló él mismo, con las últimas hojas de tabaco que Bartolo García le había regalado.


No muy lejos se encontraba el vecindario, y aquella amplia avenida que les recordaba que estaban en la ciudad; por los boquetes de los setos de palma de la casa se filtraban el ruido y el trajín de los vehículos. Y Mallías como siempre, indiferente a lo que le rodeaba, sobre todo el acostumbrado grupo humano que se acercaba al ventorrillo de Mercedes, en el que se vendían frituras y algunas otras cosas que Bartolo traía del campo.


Era una casucha simple, con dos o tres cuartos añadidos, como todas las que se habían hacinado año tras año en aquel barrancón que colindaba con la concurrida avenida. Construyeron la casa con algunas hojalatas y palmas retorcidas que había conseguido Mercedes en los basureros que estaban en las cercanías del lugar; decidieron hacerla aún cuando el gobierno había mandado militares ordenándoles que se largaran de aquellos parajes, donde la muerte parecía tener morada. Luego, supo que Mercedes, después de muchas luchas, logró con ellos un permiso; después llegaron los demás y ya no podía controlarse la muchedumbre que se amontonaba en triste mescolanza... Mallías cogía su cigarro y lo acomodaba en sus arrugados labios. Sus ojos, con expresión ausente, se paseaban por las carnes voluptuosas de Mercedes. A veces se enfurecía, pero nadie se daba cuenta. Aquel enjambre de gente en torno a la figura de Mercedes era un motivo más que poderoso que lograba sacarlo de sus casillas. Su cigarro, entonces, recibía las embestidas de su callado coraje.


El no pensaba mucho. No quería... Los pensamientos eran tambores golpeantes que amenazaban con sacudir su pequeña constitución física. Se sacudió unas cuantas moscas, que volaban desde la carne de res que colgaba afuera, hasta sus barbas húmedas por el sudor. “¡Ah, eta jodienda!”. Los niños del barrio eran quienes más se detenían ante él; por ratos los ignoraba, pero ellos le seguían haciendo preguntas tontas. El fingía no verlos, echaba una ojeada en círculo y se volteaba para donde estaba Mercedes y su paila de frituras humeantes. Entonces los muchachos le voceaban “loquito” y Mercedes se enfurecía y los echaba a palos. El no decía nada, ni siquiera cuando le tiraban piedras.


Los que trabajaban en los talleres lo ocupaban en mandados y él los hacía sin chistar. Pero cuando escuchaba preguntar por el “loquito”, se apresuraba a regresar, con su mirada desvaída, a los senos maternales de su hermana Mercedes. “¡Coño, cuándo dejaré la maidita vaina!”, decía para sus adentros, mientras luchaba con las moscas, dándose manotazos en las barbas mugrientas, a la vez que se ocupaba en arreglar algunas hojitas de tabaco negro. Las limpiaba con mucho cuidado y se regocijaba cuando las veía todas juntitas, en el papel que le daba Mercedes de la pequeña pulpería. Ella le regalaba el papel, porque decía que con su presencia, arrimada a la primera puerta, cuidaba del negocio.


Mercedes se lamentaba, diciendo que no lo podía hacer todo. Mallías aprovechaba para decirse, a solas, que se iba bien lejos, bien lejos como hablaba su cuñado Bartolo. Bartolo hablaba bonito. El no podía hablar bonito. El hablaba, pero lo hacía a duras penas. Sentía que la sangre se le subía a la cabeza, fluía demasiado fuerte por sus sienes. Entonces, le bajaba la baba, y se la chupaba con el cigarro. Con Bartolo no había por qué tomar cuidados, no había por qué disimular. Se conocían desde el campo, desde que a su madre se la llevaron al viejo cementerio que no quedaba lejos de su bohío.


Fue en esa ocasión que Mercedes decidió la mudanza. La decidió sola, ella siempre se encargaba de todos los asuntos. A veces, él no sabía qué hacer... Era como le estaba pasando en aquellos momentos. Pero no iba a pensar, los pensamientos le dolían, las imágenes danzaban y él no las podía sujetar, como sujetaba aquellas moscas inoportunas, que le asediaban en aquel instante. Mientras, Mercedes hablaba con un cliente sobre cerrar ya el negocio, porque era muy tarde. Sí, la noche tendía su negro manto y los mecánicos guardaban sus herramientas. Los hijos de Mercedes se alcanzaban a ver a lo lejos, disputándose una vieja bicicleta que yacía abandonada en uno de los talleres. Pero Mallías no reparaba en los cambios que se operaban en aquel momento, ahora sólo quería espantar esos cuadros mentales que silbaban y caminaban ante sus ojos. Esperaba además por la dura voz de su hermana, que le ordenaba que se levantara y se fuera a bañar para acostarse. Pero no haría caso, como lo tenía por costumbre, y Mercedes tendría que golpearlo. Y él gimotearía que no le gustaba acostarse.


En las noches se apretaba la cara, se ponía rojo y caliente entre sus sábanas. Entonces buscaba los cigarros, pero no los encontraba, pues Bartolo ya no venía con tanta frecuencia. El no podía contar los días que tenía sin venir pero Mercedes sí, Mercedes sabía contar desde pequeña, la mandaron muy chiquita a la escuela y él la veía llegar con esas “dos colas de caballo”, como decía su padre.


Sí que era bonita Mercedes. Con esos ojos tan azules y grandes y era blanca, blanca... y aquellos cabellos que eran más negros que su cigarro y que se perdían abundantes en la misma cintura... Mallías se restregó los ojos. Lo hizo de forma seguida. Ya le dolían los párpados, pero más le dolía su cabeza, y se lastimaba a propósito, como si quisiera extraer sangre y no lágrimas... “¿Se va sacai lo ojo, maidito loco?”, le gritaba Mercedes desde el interior de la casucha, mientras agitaba con rabia el anafe, donde freiría a la mañana siguiente nuevos plátanos para su clientela. Y concluía rabiosa: “No sé lo que le pasa a ete hombre de un tiempo pa´cá”.


Ella era así, soberbia y bonita. Los hombres del taller se burlaban de los senos grandes de Mercedes, pero en las noches siempre se la escuchaba reír con los que venían a rondarla. Que nadie le preguntaba a él como era: “Yo no me meto con naide”. Sólo que sus oídos no podían cerrarse como se cerraban sus ojos, cuando se presentaban imágenes que acudían mortificadoras a su mente. Ahí retorcía los brazos y los subía como si quisiera conducirlos a aquellas voces... Mercedes lo agarraba por un brazo con esa voz agria y mandona, pero que Mallías sabía podía ser dulce, como en los primeros años de su niñez. “Camine, con uté si hay que jodei”, y lo conducía empujándolo, lo acostaba y arropaba. “Anjá, hoy no se bañó, ¿veidá? Pue así se va a quedai”.


“Meicedita no trajo el agua”, exclamaba Mallías, arrastrándose. Siempre lo hacía así: desplazaba su responsabilidad sobre la hija mayor de Mercedes.


“¡Ah, uté va vei lo que le voy hacei a esa condená!”, y de inmediato su hermana se lanzaba fuera a buscar a la muchacha. La voz incrementaba su potencia a medida que Mercedes gritaba y no obtenía la respuesta buscada. Al rato, se escuchó una voz tímida y débil: “¿Qué fue, mamá?”. Era una muchacha rubia y frágil, que ya mostraba las redondeces propias de una adolescente. Debía contar a lo sumo trece años, y a la escasa luz que brindaba la luna en el patio, se ofrecía pálida, como si necesitara de cuidados. La madre la tomó de un brazo, le entró a bofetones al llegar al cuartucho. Mallías, en la cama desvencijada, se movía inquieto, pero una sonrisa extraña curvaba sus labios que brillaban oscurecidos por su cigarro. “¿Qué yo le dicho a uté, degraciá?”, Mercedes no reparaba en los golpes que le daba a su tierna hija. “¿Uté no ve como vivo yo, como una piona?”.


“¡No me dé, mamá, no me dé!”, gritaba la muchacha, cubriendo repetidamente sus brazos y su cara. “¡Fue tío, que no quiso!”. Mercedes la zarandeó dos veces, para luego lanzarla a la camita adyacente a la de Mallías. “¡Eh jei que no quiere que lo bañen!”.


“¡Cállese, mentirosa!”, vociferó Mercedes. Luego se fue, llamando a Julito, el más pequeño de sus hijos.

Mercedita escudriñaba a su tío en la oscuridad, y una pena terrible agitaba su corazón. Aquella tarea la tendría toda su vida detrás suyo, sin escapatorias. Estaría siempre sola, acompañada de aquella risa grotesca de su tío Mallías, asustándola en las noches largas; luego, las llamadas de su tío, los jadeos; el miedo de que la tocara sin que se enterara su madre. Decirlo podría provocarle la muerte. Pero un día sería distinto...


Mallías hacía círculos en los setos y en las sábanas, mientras le llegaba el sueño. Pasaban los segundos, los minutos, las horas. Mercedita parecía dormida. No luchaba más y se sentaba en la cama. “¡Los cigarros!”. Los guardaba en el armarito verde que se hallaba al lado de las barbacoas, donde dormían sus sobrinos. Entonces arrastraba su cuerpo por el empolvado piso. Hacía mucho que no se limpiaba la tierra. Todos los días era lo mismo. Con el paso del tiempo, su cuerpo se hacía pesado. Se le habían entumecido los huesos de tanto sentarse en el mismo sitio, lo que sucedía muy frecuentemente, desde que llegaron a aquella maldita ciudad ruidosa. Mercedes lo ubicó en aquella silla de guano que compró Bartolo para la mudanza, y de allí sólo se paraba a hacer algunos mandados de los mecánicos, o para buscar agua con Mercedita, al canal que estaba cerca del barranco.


En el canal le pedía a Mercedita que le pasara los cántaros de agua, y la muchacha lo tumbaba para que se mojara, pues sabía que él le tenía miedo a la profundidad, a su fondo. Fue así, desde pequeño. Y al regresar, Mercedes le peleaba mucho, porque decía que sólo olía a “perro muerto”. No le hacía caso; estaba demasiado viejo, aunque su hermana dijera que ella era más vieja. ¿Cuántos años tenía?, pensó sacudiendo el frasco de donde sacaba los fósforos para encender su pachuché. No los encontró, por lo que dejó rodar el cristal por entre los trastos que estaban en el vasero de madera. Estos repicaron de mala manera, cuando se dejaron tocar por el frasco vacío.


Ya corría la medianoche y de seguro que Mercedita había dormido su tercer sueño; él la vigilaba, después de que Mercedes los mandaba a acostar. La observaba hasta que se quedaba rendida, pero Mercedita siempre hablaba mucho, “como su mamá”. El chocaba con las sillas que estaban en medio de la cocina, al tiempo que se recogía los pantaloncillos, casi se les caían, pero los recogía a tientas. Mercedes lo amonestaba si lo encontraba palpándose los genitales. El, entonces, retorcía los labios y la baba humedecía su boca... ¿Qué sabía ella? Las veces que Mallías intentaba agarrar a Mercedes, tocarla, ella lo empujaba y lo golpeaba con sus brazos macizos, y lo amenazaba violentamente. El sólo quería abrazarla... Cuando regresaban a sus respectivas actividades, ella alzaba el tenedor de pullas para levantar sus plátanos y batatas para los clientes de enfrente, que esperaban. Y aún ellos no advertían las miradas.


“¿Cuándo viene Bartolo, Mercedes?”, le preguntaba la gente del barrio, porque ahora Bartolo traía mercancías. Antes no, antes se jactaba de irle muy bien en la barra. Pero las cosas no estaban fáciles, por lo que Bartolo hacía muchos oficios para conseguir dinero. Cuando venía del campo, Bartolo le peleaba mucho a Mercedes, ponía su funda blanca y su gallo en el armarito, y la llamaba para la casa, pero Mercedes seguía con sus gentes en su ventorrillo. Entonces Mercedita y Julito se abrazaban a Bartolo. El recibía de inmediato el olor a mugre, los cabellos en desorden de su hija, pero luego los hacía a un lado y volvía a llamar a Mercedes. Esta respondía cuando le daba la gana. Bartolo no esperaba más y se enfurecía y la abofeteaba delante de la gente y la halaba para un cuarto para golpearla. Pero Mercedes se defendía, mientras Bartolo decía a gritos que era “una mala hembra”, porque aquel ventorrillo lo había puesto él con su dinero y ella no le obedecía. Sí, Mercedes era de las malas mujeres que no se pueden sujetar, hay que golpearlas. El no se metía, sólo veía cómo Mercedes se revolvía en la cama. “Sí, ella era muy jembra”, por eso se lo tenía bien merecido.


Mercedes se reía... Ella decía que no era de nadie, que era muy mujer para ser de un hombre; que ya tenía bien puestos los pantalones, que no era como antes, como cuando Bartolo la había forzado entre los cambrones que rodeaban el río del campo. Por lo que Bartolo, aunque hacía el intento de darle con su correa de cinto, se retiraba por los niños que se ponían a llorar y a tirarse en el suelo. Entonces Mercedes se paraba de la cama y sacudía sus bien proporcionadas nalgas, y sus ojos azules, aún llorosos, relucían en raro contraste con su pelo negro. Mallías los reconocía con los suyos, ya cansados, y buceaba en aquella mujer, que todos parecían desear.

Por un momento se palpó las sienes, miró las estrellas y la luna... y de repente, se atemorizó ante la presencia nocturna. Creía ver el rostro de su madre suplicante pasearse por la luna, y de un solo manotazo pretendió espantar el danzar del fantasma ante su vista y la oscuridad. “¡Puta vieja, quítese dei lao!”, masculló Mallías. “¡Uté no me quiso a mí, sólo a la Meicede!”. Al fin se enfrentaba a sí mismo, al fin era él mismo, y esto le producía un sentimiento que tensaba sus músculos en un mecanismo que le daba seguridad, superioridad; al fin sería un hombre real, “no un buen mierda”, como decía Bartolo. Sí, la noche sería su cómplice. Sí, sí... rió despacio, saboreando su risa que le daba una sombra macabra a su cara. “¡Maidita la tre jembra dei bojío!” El fantasma de Bartolo también bailoteaba enfrente de Mallías. “¡Jágalo, Mallía, ahora o nunca! ¡Lo jombre macho cogen a la mujere, no la piden!”, decía Bartolo en la barra. Mallías sorbió su baba, saboreando el recuerdo de la figura de su hermana y maldijo en silencio la hombría del maldito de su cuñado. Se deleitó nuevamente en la dulzura de Mercedes, la niña, que lo cuidaba, y una vocecita le susurraba que también ella lo disfrutaría.


Ahora no caminaba a duras penas, sus pasos eran firmes en el camino de piedras que llevaba a la otra casa, donde Mercedes recibía a sus hombres. Sí, allá estaba, tendida como la imaginaba, pero no con la bata; la bata estaba tirada en el suelo. Había botellas y colillas de cigarrillos en la mesita, que estaba al lado de su cama. La escasa luz de la lámpara creaba raros detalles en la abundante cabellera de Mercedes, que se desparramaba en sus gordezuelos senos. Parecía una venus agotada. Y Mallías podía escuchar murmullos ininteligibles que se escapaban, por ratos, de los labios rojos de su hermana.


Mallías se movía como un beodo en la sombra del dintel de la puerta, Mercedes hizo, al verlo, un rictus amargo. “¿Qué uté hace aquí, maidito?”, se espantó entre las sábanas humedecidas por su sudor y el de su amante. Mallías no escuchaba, se deslizaba sordo en la penumbra de la puerta de hojalatas. Una risa suave delineaba sus labios, y ya se avalanzaba sobre la figura redonda de Mercedes cuando ésta se paró y, levantando la mano derecha, le asestó un duro golpe en los brazos. Llevaba un garrote de leña puntiagudo, afilado. Por segundos, siguió golpeando fieramente los brazos de Mallías, que se refugió en un rincón de palmas torcidas, mientras gemía como perro lastimado. Su mirada era triste, ausente, suplicante. Recostado, temblaba. “¡Golpéala, como lo hace Bartolo!”, le decía una voz, pero estaba paralizado. Inusitadamente, otra idea cruzó por la mente veleidosa de Mallías. Vio la imagen de Mercedita dando vueltas en su cama, y se arrastró rápidamente por entre los palos que sustentaban el cuarto.


Mercedes se detuvo en seco. Luego, como fiera enjaulada, se vistió, y despavorida salió al patio. Amanecía. Un sol débil luchaba por imponer su luz entre los densos nubarrones que presagiaban un recio aguacero. Algunos mecánicos ya arribaban a los talleres, rehaciendo sus faenas del día anterior. Se dio cuenta de que el hombre con el que antes estaba salía de la casa poniéndose los pantalones.


“Uté madrugó mucho, Mercede, ¿eh?”, carraspeó otro hombre enfundado en un kimono azul. “Digo, uté e una mujei que trabaja mucho”. Ella no le respondió. Estaba impertérrita. Unos círculos negros alrededor de sus ojos delataban su cansancio. Había llorado mucho, como un tigre desfallecido se movía, dispuesta a recibir la inesperada muerte en la selva de una sabana sangrienta; el tiempo transcurría sin que lo sintiera. Pero ni un gesto denunciaba lo que pasaba por su cabeza. Ella estaba hecha así, de hierro. La vida la había hecho así: ¿Qué era la vida? Ya no habría posibilidad de regreso.


“Mercede”, la impaciencia del mecánico la sacó de sus abstracciones. “Mercede, uté parece cansada hoy. ¿Poiqué no llama a su hija, pa que le ayude?” “Uté tiene razón, Menelao”. Mercedes aprovechó y salió del ventorrillo. Por un momento, al mecánico le pareció que la dura de Mercedes se tambaleaba. Luego, oyó su voz levantando a su hija.


Mercedes abrió la cocina. Mallías no estaba en su cama. Mercedita estaba desvanecida en la suya. Al verla así, sintió una profunda pena por su hija... ¿Qué destino le traería la vida a su muchacha? Las lágrimas pugnaban por salir de sus grandes ojos, hasta que al fin lo consiguieron. De un solo manotazo se las limpió.


“¡Meicidita, levántese de ahí!”, ordenó Mercedes, con su usual don de mando. La niña se irguió asustada, y casi sale huyendo de la cama. Su madre la contuvo. “¡Qué eh, muchacha de Dio´!”, continuó Mercedes, alarmada, “¡qué eh!”.


Mercedita se dejó caer en la cama, sin aliento. Recuperaba el contacto con la realidad. Apartó la mirada de su madre, y buscó ansiosamente la cama de su tío Mallías. Las náuseas estremecían su estómago vacío, y cubrió su cara enrojecida por la angustia. Su madre se perdía por la puerta... Afuera preguntaba a su hermano por dónde había estado. El no le respondió. Lo vio entero, sucio y golpeado y acomodado como siempre en la silla de guano que estaba en la calzada del ventorrillo. Mercedita echó su cabeza adolorida en la almohada. Una rabia sorda se adentraba en sus pensamientos. Estaba convencida de que no había remedio... Apretó sus piernas enrojecidas, y unos leves sollozos se escaparon de su garganta, quedando atrapados para siempre en la sábana manchada.


ALTAGRACIA DEL CARMEN PEREZ ALMANZAR

Nació en Santiago Rodríguez, Línea Noroeste, República Dominicana. Egresada de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, y de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, con una Licenciatura en Comunicación Social, mención Periodismo.


Cuentos y poemas de su autoría, pueden ser leídos en las Antologías realizadas por el Dr. Bruno Rosario Candelier, Ateneo Insular“ La Creación Interiorista”, 2001.


La Antología de Cuentos “Para Matar la Soledad“, año 2000, del Taller de Narradores de Santiago.

La Antología „El cuento contemporáneo de Santiago“, Ediciones Ferilibro, 2005).


La Antología de Jóvenes Poetas Dominicanas “Safo”, Ediciones Ángeles de Fierro, (Poesía, 2004).

Ganadora del Primer Lugar, del XII Concurso Literario Alianza Cibaeňa, en el Renglón Cuentos, con su libro „A Mitad del Sendero“, Sept.2007.


Miembra del Ateneo Insular y del Taller de Narradores de Santiago. Forma parte además del equipo Editorial de la revista Mákinas y la revista literaria Mythos.


Un bocado

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